Morirte en el asiento de atrás de un taxi entre la calle 48 con la 55. El taxista no tiene nada que decirte, el taxímetro discrepa de la realidad y le va mordiendo los tobillos a las hienas de las cuatro de la tarde, a la geografía rupestre del asfalto, a todos esos vados metropolitanos tan hostiles.
Morirte en Nueva York un día de primavera. Morirte en una ciudad donde los ejecutivos hacen sopas de letras con las cartas de amor de los vagabundos, tiene su gracia. Calles y más calles. Y al taxímetro le importa una mierda tu viaje astral. No podías morirte en otro sitio.
El tráfico está imposible y un tal Dylan (sentado en el futuro) suena en la radio un tanto displicente, sin apenas ganas de llamar a esas puertas del cielo tan concurridas.
Robert Lowell tengo tu epitafio,
Incesante el amarillo del poema un segundo antes de cesar…
Morirte en Nueva York un día de primavera. Morirte en una ciudad donde los ejecutivos hacen sopas de letras con las cartas de amor de los vagabundos, tiene su gracia. Calles y más calles. Y al taxímetro le importa una mierda tu viaje astral. No podías morirte en otro sitio.
El tráfico está imposible y un tal Dylan (sentado en el futuro) suena en la radio un tanto displicente, sin apenas ganas de llamar a esas puertas del cielo tan concurridas.
Robert Lowell tengo tu epitafio,
Incesante el amarillo del poema un segundo antes de cesar…