Ayer leí un relato de Martin Amis. Hablaba de umbrales de dolor difícilmente soportables. De la cordura que se rompe en mil pedazos. Hablaba de moteles “made in América” y abluciones al amanecer en lavabos de veinte dólares. No podía despegar la vista del libro, me agarraba a las letras que arderían unos minutos más tarde. Todo el mundo sabe en que consiste la fórmula de la combustión, pero nadie sabe cuando termina el trabajo purificador del fuego. El incendio y su elasticidad lírica para llegar donde nadie ha llegado.
En el relato había un tipo que se levantaba de la cama y se miraba al espejo su insomnio, gris y viscoso como una bestia desubicada. Después quedaba con otro tipo en la recepción de un motel de Portland a las 5:35. Estos a su vez quedaban en el aeropuerto de Newark Internacional con otros tipos. Otros aeropuertos. Todos hablaban con otros tipos a través de teléfonos móviles. Ninguno tenía miedo ¿Ha hecho el equipaje usted mismo? ¿Lleva armas punzantes en su maleta? El día iba a ser extraño, ajeno a la insignificancia de las moscas y sus malos presentimientos.
Vuelvan a sus asientos. Volvemos al aeropuerto. Todo va a ir bien. Que nadie se mueva…
En las páginas finales se describía a 900 kilómetros por hora el cielo disímil de Nueva York. Las calles con sus hormigueros estáticos. Queens, Coney Island. El estadio de los “Giants” como una inmensa tarta de chocolate para un muerto. La turbulencia no deja rastro, es aséptica como una brizna de hierba viajando en el queroseno. Los pájaros que anuncian el fin de todas las cosas, se dejan vencer por el viento. Delirio y terror. Quizás apenas podía seguir leyendo, tal vez mirase a otro lado. Iba dentro de ese avión. La torre estaba muy cerca. Vertiginoso tormento. Las 8:46:40…
Permanezco sentado en el sofá. Extenuado. Sobrecogido. Habitante del otro lado. Acabo el relato “Los últimos días de Mohamed Atta"...