A todos los que se alimentan de anonimato
Alguien le llamó el “Salinger Catalán”. Poeta “maldito” ribeteado de ausencias, mago de la autosoledad, llamadle como queráis. Lo único que importa es que nadie le conoció. Su portera le creía perdido en los márgenes insalubres de la primavera, allí de donde nadie vuelve. El hombre que regentaba la tienda de ultramarinos debajo de su casa, le esperó a cenar durante treinta y cinco años. Él no estaba allí, ni en las reuniones de la comunidad de vecinos, ni en los partidos del Barça, ni en los vermúes de mediodía. El cartero le escribía falsas cartas de amor, o tal vez no fuesen tan falsas, que nunca lograba entregarle. Su editor abría el apartado de correos y encontraba un par de versos copulando con aires moribundos. Una gota de poesía. Un océano minúsculo que giraba sobre sí mismo y su despellejada hermosura.
La sintaxis encerrada en un piso de Les Corts. La escritura como ejercicio de invisibilidad. Irse marchando sin haber llegado aún a la fiesta. El invitado que ha olvidado el idioma del crepúsculo y dimite sin preguntar…