De madrugada y tal vez un poco borracho. Hace unas pocas horas se apagó el último amplificador, y las luces de ese teatro de butacas rojo bolchevique se quedaron sin argumentos para no llenarse de sombra. Bombillas de colores, un simulacro de humo (olía a dadá y cabaret de entreguerras) y un piano en uno de los extremos del escenario parecía puesto allí para resolver el litigo milenario de la nada con la melodía.
Se abre el telón y los muchachos ya están allí, ocupando el itinerario metafísico de una trompeta viajera, de la batería, de una guitarra negra y blanca deslumbrante, y del piano ajado de antes. Un segundo después, una forma roja delicada se va moviendo en la penumbra para después de unos pocos devaneos hermosos con el anonimato, situarse de frente a la pupila ensimismada del espectador. Leonor Watling, quién sino…Y alguien podría decir que faltaba Tom Waits. Pues estaba, pero no se le podía distinguir, ángel harapiento e hiperactivo, unas veces lo intuías colgado en la lámpara “art decó” del techo, otras veces jodiendo el atrezzo sobrante en las bambalinas, y la mayor parte del tiempo, susurrándole versos indecentes en el oído a Leonor. Y así los chicos tocaban y tocaban, y ella nos cantaba con una voz prodigiosa, suave, esa voz que te gustaría escuchar un segundo antes de palmar, y ya con eso resolverte a ti mismo las dudas sobre la inmortalidad. Que voz. Melodías imposibles llegaban lentas, sin desmenuzar, con espinas de terciopelo. Y yo con cara de idiota resignado a tanta belleza, el resto de la gente no disimulaba su dulce estupor mucho mejor.
Y me imaginé bailando un vals con ella al otro lado de las cosas, o subido en la casa del árbol (de ellos), ajeno a la podredumbre del leñador y de su hacha violenta, allí arriba seguro y calentito, leyendo cuentos de hadas eructados a la lejanía. Había ratos que me sentía haciendo cola a la entrada del paraíso, o reviviendo esa escena, sino recuerdo mal de la película de David Lynch donde en ese teatro, unos fantasmas cantaban en silencio hacia dentro de sus almas y sus huesos, para sus cajas torácicas enamoradas…
Y una canción tras otra, travistiendo los sonidos en ternura, en deliciosos momentos superpuestos unos a otros. Ella danzaba estratégica y frágil, una extraña comunión de vino y rosas con los muchachos. Era perfecto, no puedo decir otra cosa.
La caja de música parecía que iba a parar. Jamás. Alguien programaba su impostura mecánica una y otra vez. Ya no saldré de vuestro embrujo, músicos del fuego y la nostalgia. Fue memorable, será memorable. Recuperé la ilusión, volví a creer que los sapos verdes de los cuentos se trasmutarán tarde o temprano en un príncipe canalla y noctámbulo llamado Marlango…