Pedro Gómez Bosque, In Memoriam
“Gracias por acariciar mis poemas con la benevolencia de tu mirada…”
¿Nunca habéis tenido la sensación de haber conocido a alguien demasiado tarde? Eso me pasó con él. El tiempo se entromete y hace su trabajo con una diligencia que da náuseas.
Él me enseñó que la muerte no se encariña de un tono de voz o del temblor de unas manos al sostener el periódico de la mañana. La muerte es eso, desapego uniformado de luto, caricia estancada, un ejercicio de álgebra en mal estado, una décima de segundo donde todos somos culpables e inocentes a la vez.
Aquellas tardes (la lluvia impertinente rasgando el cristal) él hablaba de muertos, cálidos, inocentes, que deshojaban la ubicuidad. Unos muertos de rostros serenos que se asomaban a una fotografía a escucharnos respirar.
Aquellas tardes (la nieve y la metralla clavadas al origen) correteaba por su salón un buda en pañales, rollizo y rosado. A nuestra lenta conversación se iban superponiendo las palabras, cada una tenía su razón de ser, y cada una admitía su destino. Al final el esqueleto del diálogo vacilaba unos segundos en el precipicio, y con estrépito se derrumbaba en una belleza perfecta. Y otra vez a empezar. Perdidos unos minutos más en la orilla vagabunda de las palabras.
Aquellas tardes (cielos limpios de coágulos crepusculares) me habló de Heidegger, al que conoció en Alemania, de las manías literarias de Tagore, o de cómo segrega metáforas el hipotálamo. Yo le miraba fijamente, y me preguntaba a mí mismo cómo demonios después de aquellas maravillas le iba pedir que me firmase la burocracia de cada día. Le traía papeles con membretes oficiales y él me regalaba jirones desperdigados de sabiduría. Se ponía sus viejas gafas y firmaba con una sonrisa en sus labios. Después me miraba y me decía: ¿Y qué hay de mis versos, poeta? Y yo comenzaba a leer…
“Gracias por acariciar mis poemas con la benevolencia de tu mirada…”
¿Nunca habéis tenido la sensación de haber conocido a alguien demasiado tarde? Eso me pasó con él. El tiempo se entromete y hace su trabajo con una diligencia que da náuseas.
Él me enseñó que la muerte no se encariña de un tono de voz o del temblor de unas manos al sostener el periódico de la mañana. La muerte es eso, desapego uniformado de luto, caricia estancada, un ejercicio de álgebra en mal estado, una décima de segundo donde todos somos culpables e inocentes a la vez.
Aquellas tardes (la lluvia impertinente rasgando el cristal) él hablaba de muertos, cálidos, inocentes, que deshojaban la ubicuidad. Unos muertos de rostros serenos que se asomaban a una fotografía a escucharnos respirar.
Aquellas tardes (la nieve y la metralla clavadas al origen) correteaba por su salón un buda en pañales, rollizo y rosado. A nuestra lenta conversación se iban superponiendo las palabras, cada una tenía su razón de ser, y cada una admitía su destino. Al final el esqueleto del diálogo vacilaba unos segundos en el precipicio, y con estrépito se derrumbaba en una belleza perfecta. Y otra vez a empezar. Perdidos unos minutos más en la orilla vagabunda de las palabras.
Aquellas tardes (cielos limpios de coágulos crepusculares) me habló de Heidegger, al que conoció en Alemania, de las manías literarias de Tagore, o de cómo segrega metáforas el hipotálamo. Yo le miraba fijamente, y me preguntaba a mí mismo cómo demonios después de aquellas maravillas le iba pedir que me firmase la burocracia de cada día. Le traía papeles con membretes oficiales y él me regalaba jirones desperdigados de sabiduría. Se ponía sus viejas gafas y firmaba con una sonrisa en sus labios. Después me miraba y me decía: ¿Y qué hay de mis versos, poeta? Y yo comenzaba a leer…
Me quedó por leerle el último poema. El tiempo tiene estas cosas. Él ya no está, así que esos versos se consumirán en el fuego del silencio. Sólo puedo deciros que en ese poema había sitio para tormentas que sucumben al arco iris, para concesiones a la esperanza, y sobre todo, había sitio para un hombre bueno, que ahora es él, el que nos mira desde el otro lado de una fotografía y nos escucha soñar…
3 comentarios:
Felicidades, Pelé.
Fdo: Melé.
Mil besos.
gracias, muchas gracias...Melé.
Fdo. Pelé
dos millones y medio de besos
"¿Nunca habéis tenido la sensación de haber conocido a alguien demasiado tarde? Eso me pasó con él."
Y me pasa... pero mi historia es muy diferente...
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