
El día de muertos de 1939. Una ciudad mexicana cualquiera en el paralelo diecinueve del trópico de cáncer. Dos hombres beben anís y mezcal en la terraza principal de un club de tenis desierto. A sus pies un par de raquetas polvorientas, y un periódico atrasado. Parecen llevar sentados desde el primer día de las cosas. La mesa llena de vasos vacíos, alguno sin apurar, y cigarros galeses mal apagados. Hablan y beben, es su ofrenda sagrada de horror y sacrilegio para este día de fiesta. La conversación gira en torno al -ex cónsul británico de México, Geoffrey Firmin. Todo ocurrió hace justo un año. Hablan de la manera de beber del ex cónsul tan desesperada en las cantinas de toda la ciudad, de su mirada que despedía estricnina y sapos verdes adormilados, de sus perpetuas gafas oscuras, de su hermano el brigadista internacional, y su esposa Ivonne que vagaba las noches enteras en su Getsemaní de palmeras y pájaros locos tropicales. Aquel 1 de noviembre de 1938, un indio le leyó los posos del café. Había pólvora y alaridos lejanos, los perros no presintieron la tempestad. ¿Es posible matarse con una sola botella de mezcal? ¿Qué es la autodestrucción sino una pose galante y desinteresada de quién se sabe ya muerto de antemano? Y la noche va rodeando a los dos hombres. Un fósforo incendia la boquilla de otro cigarro galés, tal vez esperen a un tercer hombre que les acompañe en la última botella de este día de muertos a punto de terminar…