
Morirte en Nueva York un día de primavera. Morirte en una ciudad donde los ejecutivos hacen sopas de letras con las cartas de amor de los vagabundos, tiene su gracia. Calles y más calles. Y al taxímetro le importa una mierda tu viaje astral. No podías morirte en otro sitio.
El tráfico está imposible y un tal Dylan (sentado en el futuro) suena en la radio un tanto displicente, sin apenas ganas de llamar a esas puertas del cielo tan concurridas.
Robert Lowell tengo tu epitafio,
Incesante el amarillo del poema un segundo antes de cesar…